lunes, 26 de septiembre de 2011

La verguenza de los aranceles universitarios Chilenos

Existen unas 20.000 universidades en el mundo. Las hay en todos los países, incluso en los más pobres y atrasados. La calidad de ellas es evaluada cada año por diversas agencias, como, entre otras, la Universidad Jiao Tong de Shangai, China, por encargo de la Unión Europea; y la revista educacional del periódico inglés “The Times.” Ambas instancias destacan en sus rankings sólo a unas 500 de las universidades existentes. La calidad máxima, en lo fundamental, tiene relación directa con la calidad de sus profesores, que deben, por obligación, ser doctores en sus especialidades; deben realizar permanentemente investigaciones acreditadas, y publicar revistas científicas autorizadas. Las universidades chilenas no son de las mejores. Ni siquiera ocupan algún lugar de cierta dignidad en los rankings mundiales. En las últimas evaluaciones de Jiao Tong y de “The Times,” figuran apenas dos universidades chilenas, la U. de Chile y la U. Católica, entre los últimos lugares promedio, el 450º cada una. La Universidad Autónoma de Méjico (UNAM), y las universidades argentinas de Buenos Aires y la Austral, alcanzan a situarse mucho mejor, entre las primeras 200. Desde luego, es obvio que los primeros lugares se concentren en universidades de países desarrollados, particularmente de Estados Unidos y Europa, cuyo potencial industrial, equidad social y niveles de vida y de salarios son muy altos. Lo que no tiene nada de obvio es que los aranceles universitarios en Chile, un país en desarrollo, con una cuarta parte de su población viviendo en la pobreza y con universidades mal rankeadas en el mundo, sean tan o más altos que los se pagan en muchos países desarrollados, que, precisamente por serlo, albergan a las mejores. Según estudios realizados por la OECD hace algunos años, publicados por la revista en línea “Santiago Times,” el costo promedio de una carrera universitaria en Chile es de poco más de 3.000 dólares al año. En esa misma categoría está Australia, pero con la “pequeña” diferencia que este país tiene a ocho de sus universidades entre las 100 mejores del mundo; también está Canadá, con 6 y Japón, con 4. El escándalo es mayúsculo si comparamos a Chile con países como Inglaterra, cuyo arancel promedio equivale a casi la mitad del chileno, y tiene a 19 de sus universidades entre las 100 mejores del orbe. En torno a este tema de los aranceles de educación superior, es muy importante recordar que la gran mayoría de las universidades de la tierra son totalmente gratuitas, tanto en países desarrollados como en los que no lo son. A lo más, los estudiantes –y no todos ellos- pagan algún leve derecho de matrícula y seguro de salud, como la UNAM de Méjico, la de Buenos Aires y la Austral de Argentina, de mucho mejor ranking que las mejores nuestras. Además, en los países desarrollados en que las universidades se pagan, existen masivos y muy eficaces sistemas de becas de subsistencia y apoyo académico a todos los estudiantes de menores recursos, sin excepción, lo que no ocurre en Chile. Finalmente, en todos los países desarrollados hay universidades estatales (incluyendo a Estados Unidos), con aranceles menores que los que se pagan en todas las de Chile. No puede ser más insólito, entonces, que nuestro país, con su modestísimo 450º lugar mundial, según la OCDE, ocupe uno de los primeros lugares del mundo en costos de aranceles universitarios, que son, además, asumidos ¡en un 85%! por las familias de los estudiantes. Ahora se ha sumado a este patético cuadro un nuevo problema. Por la general baja calidad de nuestras universidades, el Estado debió exigir su acreditación. Si una universidad no acredita consecutivamente algunos años, deberá cerrar, y mientras no esté acreditada, no podrá concursar a fondos estatales, establecer convenios con empresas o entidades internacionales, y sus estudiantes no tendrán derecho a crédito fiscal, lo que las acabaría. Todo esto obliga a las universidades a contratar a más profesores con jornada completa, financiar investigaciones y publicaciones indexadas, y, desde luego, hacerse de una mejor infraestructura en edificios, bibliotecas, equipos y laboratorios. Resultado: como el Estado ni nadie financiará esas necesidades, los hogares chilenos deberán cargar con el grueso de esos nuevos costos. Y pensar que hasta la revolución neo-liberal de 1973, las universidades estatales chilenas eran no sólo gratuitas, sino su calidad era reconocida internacionalmente.

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