miércoles, 6 de marzo de 2013

EL RECIENTE INCIDENTE FRONTERIZO CON BOLIVIA: UNA EXPRESIÓN MÁS DE LA DESUNION DE LOS PAÍSES LATINOAMERICANOS.

PROF. HAROLDO QUINTEROS. DIARIO 21, 8 / 03 / 2013. Antes que nada, hoy 8 de marzo, cuando en todo el mundo se celebra un nuevo Día Internacional de la Mujer, vaya mi más cariñoso saludo a las mujeres de Iquique, haciendo votos por su felicidad personal y éxitos en su larga lucha por la conquista total de los derechos que como seres humanos les corresponde. Hoy voy a un tema que ha adquirido especial relevancia nacional e internacional: el caso de los soldados bolivianos apresados en las cercanías de nuestra frontera con el país altiplánico. Cualquiera persona medianamente objetiva observará que el cruce de nuestras fronteras por tres conscriptos bolivianos, por no más de 1500 metros, no es proporcional a la medida de arrestarlos por más de un mes, someterlos a un juicio inútil, que, como siempre se supo, debía inevitablemente derivar en su liberación. Habida cuenta de nuestra situación geo-política en el contexto latinoamericano, el gobierno de Chile debió medir reflexivamente las consecuencias internacionales que sobrevendrían de la medida tomada, justo en los momentos en que la comunidad internacional tiene sus ojos puestos en el próximo fallo de La Haya sobre el triángulo marítimo que Perú demanda de Chile, y justo también cuando al gobierno de Bolivia no se le escapa foro internacional ni la menor coyuntura para impetrar de Chile, y ante el mundo entero, una salida “soberana” al mar a través de Chile, con el reciente agregado de “continuidad geográfica,” una exigencia absurda y carente de sentido de la realidad y lógica política. Desde el mismo instante de su captura, se supo que los capturados, casi adolescentes, no fueron descubiertos en ningún acto ni asolapado plan de guerra o de espionaje, porque, evidentemente, no tenían el equipo militar ad hoc ni el entrenamiento que delatara el más mínimo atisbo de ello. Además de haberse acreditado ese hecho ante nuestros propios tribunales, Bolivia ha declarado, con exhibición de las correspondientes pruebas, que por órdenes superiores los jóvenes perseguían a malhechores contrabandistas. Ergo, esos muchachos cruzaron la frontera sólo por error. La verdad es que es inexplicable que estos traspasantes no hayan sido devueltos de inmediato a su país por orden del gobierno chileno, previa identificación, confiscación de sus armas (los tres sólo tenían una), una nota de protesta y exigencia de explicaciones de cancillería a cancillería. Eso no sólo corresponde a derecho, sino así se estila en situaciones como ésta en todas las latitudes del mundo. Además, casos como éste los ha habido siempre en la región, y, específicamente, también ha afectado a soldados chilenos, especialmente en nuestras fronteras con Perú. Por supuesto, es falso que haber derivado el caso al Poder Judicial haya sido “lo único que podía hacer el gobierno de Chile,” como arguyen sus voceros y el propio Presidente de la República. La imprudencia del gobierno de encarcelar por más de un mes a tres simples conscriptos extranjeros que cruzaron por error la frontera fue, por decirlo suavemente, un serio error en materia de relaciones exteriores, que ya nos está costando un inmerecido desprestigio internacional, justo en momentos cuando más prestigio necesitamos como país buen vecino, tolerante, reflexivo y pacífico. Además, está sirviendo brillantemente al gobierno boliviano en su estrategia general de impetrar ante el mundo, con más ruido que nunca y nuevas exigencias, una salida al mar por nuestras costas. En cuanto a nosotros los iquiqueños, el desaguisado ha puesto en riesgo la fluidez del nutrido comercio de ZOFRI hacia y desde Bolivia, y para rematar, ha exacerbado inútilmente los viejos sentimientos xenófobos anti-chilenos existentes en Bolivia. Empero, lo realmente básico en torno a este incidente, es que ha develado una vez más la desunión que por dos siglos ha caracterizado a las naciones latinoamericanas. Este es el tema de fondo que hay tras el incidente. Nuestra desunión, para empezar, es la mayor afrenta que los gobiernos latinoamericanos han venido infligiendo por más de dos siglos a los Libertadores, que consiguieron, UNIDOS, liberarnos de un imperio decadente, reaccionario y predatorio, el viejo imperio español. Los Libertadores, con un sentido visionario que realmente asombra, luego de conseguir nuestra independencia en una larga y sangrienta guerra continental, no cejaron hasta su muerte en la lucha por hacer de América Latina una federación de países capaces de enfrentar con éxito al nuevo imperio que se alzaba desde el siglo XVIII en el continente, el norteamericano. Esa fue su lucha más importante. Los Libertadores sabían muy bien que si las naciones surgidas de la Guerra de Independencia contra el imperio español lograban integrarse, no serían nunca presa de los nuevos imperios surgidos de la Revolución Industrial, muy especialmente del más cercano, Estados Unidos. Pocos años después de la gesta libertadora, los grandes patriotas fueron derrocados, desterrados o asesinados por las élites económicas y políticas del pasado. Ellas, además de no haber jugado ningún rol en la guerra independista, en lugar de asociar a nuestros pueblos y hacerlos compartir fraternalmente las inmensas riquezas del subcontinente, se alinearon con el nuevo imperio, y en connivencia con él, han profundizado nuestra desunión, hasta el extremo de embarcarnos en fratricidas, largas y sangrientas guerras que más han beneficiado sus intereses y los del imperio que a nuestras poblaciones. Esas tensiones aún tienen a nuestros países enfrascados en desgastadoras disputas territoriales, desconfianza mutua, costosas carreras armamentistas, ausencia de democracia, y la persistencia del militarismo como doctrina, llegados los empates políticos internos. En este fatídico juego, tal como lo dijera Simón Bolívar, ha estado siempre la mano de Estados Unidos, el imperio de hoy, que ya en el fragor de la lucha independentista nuestra miraba a América Latina sólo de dos maneras: o bien, como un futuro contendor, o un amplio y suculento traspatio de riquezas en donde podía imponer con toda ventaja sus capitales, y por la fuerza bruta si fuera necesario. Por ello es que Estados Unidos nunca tomó partido en la guerra de las colonias hispanas contra el imperio español. En 1812, cuando Napoleón era derrotado en Rusia, al tanto que en toda América Latina arreciaba la guerra independentista, James Monroe, Secretario de Estado norteamericano, decía “… Estados Unidos se encuentra en paz con España, y no puede, en ocasión de la lucha que ésta mantiene con sus diferentes posesiones (sí, como se oye, ¡”posesiones”!) dar ningún paso que comprometa su neutralidad.” Tal neutralidad era, además, falsa. Un solo ejemplo: en 1810, la Junta de Caracas envió a Estados Unidos a dos plenipotenciarios para recabar una importante compra de armas, acordada previamente, y con el obvio objetivo de ser usadas en la Guerra de Independencia. Al llegar a su destino, los enviados caraqueños se encontraron con la sorpresa que las mismas armas ya habían sido vendidas a España, cuyo fin era exactamente lo contrario, aplastar la insurrección patriota en Latinoamérica. Más tarde, Bolívar, el más ilustre de los Libertadores, escribía en su “Carta de Jamaica”: “…nuestros hermanos del Norte se han mantenido inmóviles espectadores de esta contienda que por su esencia es la más justa, y por sus resultados la más bella e importante de cuantas se han suscitado en los siglos antiguos y modernos.” En cuanto a Chile, en agosto de 1818, unos meses después de la gran victoria de Maipú, el Padre de la Patria don Bernardo O´Higgins envió a Washington a Manuel Hermenegildo de Aguirre con la misión de gestionar el reconocimiento de Chile por Estados Unidos, como país libre y soberano. Al llegar allá, Aguirre fue arrestado. El gobierno estadounidense así justificó esa insólita acción: “Una nación neutral viene obligada a hacer reconocimiento de soberanía, sólo cuando ésta descansa en una realidad.” Vale decir, para ese gobierno, en 1818, Chile todavía no podía cantar victoria, y era todavía recobrable para el moribundo imperio español, con el que Estados Unidos tenía las mejores relaciones. El 5 de enero de 1820, O’Higgins escribía al entonces presidente Monroe: “… De cuánta complacencia será para nosotros que llegase el suspirado instante (del reconocimiento de nuestra independencia)…etc.” Esa carta no fue respondida nunca, y Estados Unidos no nos reconoció como nación libre hasta muchos años después. ¿Por qué? Pues porque O’Higgins y todos los primeros libertadores aún gobernaban, y buscaban afanosamente la más férrea y completa unidad de nuestras naciones. Las clases dominantes latinoamericanas, en estrecha vinculación con Estados Unidos, salvo levemente, nunca han apoyado seriamente esa doctrina. Sólo recordemos el “Pacto Andino,” al cual perteneció Chile hasta 1974, año en que Pinochet, un títere del imperio, ordenó nuestro retiro de esa asociación que involucraba, por primera vez de manera profunda, la cooperación económica mutua entre varios países del cono sur latinoamericano. En suma, nuestra desunión ha impedido nuestro desarrollo e independencia económica, y nos ha envuelto en un clima de confrontación, etnocentrismo y chauvinismo que, precisamente, ha tenido evidente expresión en el lamentable incidente protagonizado por tres conscriptos bolivianos, que por puro error

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