viernes, 18 de octubre de 2013

¿OTRA VEZ EL CUENTO DEL PAÍS DESARROLLADO?

PROF. HAROLDO QUINTEROS. DIARIO EL LONGINO. 30 / 08 / 2013. En los últimos años, y muy especialmente ahora, en la plenitud de las campañas electorales, no han faltado las promesas que muy pronto seremos “un país desarrollado.” Hace unos años, Piñera lo anunció para el año 2018; no obstante, la demagógica fantasía no era nueva, pues también la hizo Ricardo Lagos en 2001. Según Lagos, Chile ya sería hoy desarrollado, puesto que ese año anunció que lo seríamos “para el Bicentenario.” Como la gente candorosa, acrítica y desinformada abunda, muchos creyeron esta ridiculez, sobre todo quienes la necesitan para sentirse mejor en sus duras vidas, sin pensar siquiera en el significado de la palabra “desarrollo.” Reza así la definición internacional de desarrollo: “El término país desarrollado se refiere a países que han logrado un alto grado de industrialización, y cuyos habitantes disfrutan de un alto estándar de vida” (es.wikipedia.org/wiki/País_desarrollado). La definición es tan clara que no debiera prestarse al más mínimo equívoco ni interpretaciones falaces. En efecto, son sólo dos las condiciones que deben darse simultáneamente para que un país sea considerado desarrollado: primero, ser industrializado, y, segundo, poseer una población que mayoritariamente goce de un alto nivel de vida; es decir, que viva tranquila, en casas propias, sin crujías económicas, que acceda a las comodidades del mundo moderno y a una buena educación en todos sus niveles. En la época de los 70, cuando Brasil había conseguido un considerable volumen industrial y de exportaciones gracias a su gigantesco potencial en recursos naturales, la dictadura fascista que lo gobernaba reclamó ante el mundo el derecho de Brasil de ser llamado “país desarrollado.” La pretensión sólo causó una estrepitosa risa internacional. Así fue, porque la industrialización brasileña tenía por sustento la brutal sobre-explotación de los trabajadores, una espantosa desigualdad en la distribución del ingreso y, sobre todo, la represión política. El modelo político fascista chileno, si bien semejante al brasileño, fue distinto a éste en el aspecto económico. Aquí, con la orgía neo-liberal, que no existió en Brasil ni en ninguna otra dictadura de la siniestra “Operación Cóndor,” ni siquiera se obtuvo algún desarrollo industrial nacional importante. La más somera visión de la historia del desarrollo, que se sitúa fundamentalmente en Europa, revela que allí, luego de la Revolución Industrial, se produjeron importantes cambios en la distribución de la riqueza, y aunque a doña Evelyn Matthei y a toda la UDI no les guste, se fundaron Estados-Bienestar fuertes, democráticos y altamente proteccionistas, que permitieron el acceso de las amplias masas del pueblo a la igualdad de oportunidades y al goce de los bienes materiales y espirituales que en el pasado habían sido privilegio de unos pocos. Por supuesto, este no es el caso de Chile, y, por lo tanto, nada avizora que tengamos el desarrollo ad portas, como lo proclamaron Lagos y Piñera. Según cifras internacionales, Chile aún observa una de las peores tasas de distribución del ingreso per cápita del mundo, lo que se traduce en que, por sólo dar un ejemplo, y como lo señala la OCDE, la calidad de la educación es directamente proporcional al dinero que se tiene, dinero que está concentrado en una minoría del país. Tenemos medio millón de madres que son asesoras del hogar, con el consecuente abandono y marginalidad de nuestra juventud; un nivel de delincuencia que no da tregua; jubilados que siguen imponiendo el 7% de sus escuálidos ingresos, y un altísimo nivel de endeudamiento familiar, uno de los más elevados y masivos del mundo. En 2006, la pobreza general era de más del 20% y la pobreza extrema, aquella rayana en el hambre, llegaba al 13,7%. Hoy, la sola pobreza extrema bordea el 20%. Aun si aumentara la producción, sus beneficios no serán destinados a terminar con la irracional actual distribución del ingreso, sino al aumento de la riqueza de los pocos clanes familiares dueños de los bancos privados y las grandes empresas, porque estructural y, lo peor, constitucionalmente, Chile está programado para seguir siendo un país de desigualdades, en los marcos de un orden impuesto al país a balazos y represión, tras la revolución ultra-derechista neo-liberal de 1973. Sólo si ese orden cambiara radicalmente, habría esperanzas de acceder al desarrollo. Es sólo este cambio lo que nos podría llevar, quizás en un medio siglo más, al desarrollo, por lo menos en una primera etapa. Empero, este giro no ha estado nunca en los planes de la derecha ni de la Concertación. Este es un hecho evidente, pues el orden legal que consagra las desigualdades y el estagnamiento social –piezas claves de un país desarrollado- no ha sido tocado en cuatro décadas, y su cambio sigue ausente en los planes políticos del duopolio. Habrá que confiar, entonces, solamente en fuerzas políticas nuevas, que sí lo contemplen en sus programas.

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